Abuela, ¿cómo seguimos de pie quienes nos quedamos?

Tengo taquicardia y me cuesta respirar, pero pareciera que cambiaron los aires y, ahora, son más dóciles, más buenos, más amenos… al menos con mi cuerpo, que se destruye en el andar de un nuevo día. Lo cierto es que el dolor trae consigo epifanías que reverberan como una melodía pentatónica en mi pecho erguido. Así es como recordé a Pablo, a Juliana, a Constantina, a Ramón y tantos otros, tantas otras. Mas luego pensé: ¿en qué estado los atrapó el colapso, en qué estado se los llevó la sagrada línea? ¿Cuánto de sus vidas habrán tenido en la palma de sus manos? ¿Cómo seguimos en pie quienes nos quedamos? 

Todavía tengo los videos que Pablo me envió enseñándome a tocar una canción. También, la moneda de Constantina y la rosa de Juliana, la damajuana de Ramón. Pero, ¿cuánto puede significar ese objeto, a primera vista, vacío? Todo. Absolutamente todo. Pues, y más tras el comienzo de décadas de oscuridad en las que se sumergirá el mundo humano, los símbolos, las construcciones, las memorias; las fotos, los videos, su ejemplo… es el ejemplo de que nada de toda esta ilusión, toda esta fantasía que nos ilustraron como «la normalidad de la vida», fue en vano. 

Cuando lo hablé con Raquel, mi vecina de casi noventa años, me contó que así se sintió haber atravesado la vida entera con sus dos amistades y, de un día para el otro, perderlas. No sólo eso, sino también vivir el desarrollo y los vaivenes constantes de la humanidad. La ultraderecha, el despotismo. El caos, la guerra. Mas, la paz… la paz siempre estuvo en la sonrisa de Clara y Antonia cuando se quedaban de pijamada y subían a observar el amanecer, tras una noche de juegos y chismoteo. Claro, a su alrededor se escuchaban tiros y bombardeos a menudo pero casi siempre había una calma ensordecedora y, eso, no privó a las muchachas de verse. 

“La paz es un concepto tan frágil”, me dijo lamentando alguna de esas noticias exacerbadamente corrosivas que se muestran por la televisión. A continuación sollozó a medias y exclamó: “Con Clara solíamos vernos por la tarde en el café de la esquina de casa en Caballito, después yo me mudé a Banfield pero nunca perdimos contacto”. Luego de unos segundos de silencio, miré sus lagrimeantes ojos y su sentido rostro y la abracé. Fue como abrazar a mi abuela otra vez: ambas lloramos. Pero, ¿cómo seguimos en pie quienes nos quedamos? 

Tengo taquicardia y me cuesta respirar, pero pareciera que cambiaron los aires y, ahora, son más dóciles, más buenos, más amenos… al menos con mi espíritu, que se destruye cada vez que me falta alguien. 

¿Será, acaso, que la prosodia humana responda a este sentimiento doloroso que rememora esos momentos que, ahora, habitan solitarios en mi mente? ¿Cómo hacemos honor a sus historias? ¿Cantándolas en un fogón, riéndolas en la mesa los domingos, contándolas cada vez que reviven en nosotras? Sólo así, tal vez, vivan con nosotras por siempre: acompañándonos al colegio cuando recibimos nuestro primer diploma, yendo a comprar al kiosko tomadas de las manos, descansando en el sillón mientras miramos un programa de chimentos una tarde de verano; mirándonos a los ojos semi frustrados y mostrándonos el valor de seguir con vida y luchar por lo que es nuestro, por esos sueños que cultivan el poder de la inocencia de esa niña que fuimos y que, hoy, llevamos dentro. Esa niña que tenía esperanzas y propósitos, esa niña frágil pero con energías y deseos… con la vida por delante. Esa niña a la que le hubiese encantado que la viese convertida en mujer.

Es febrero de 2020 y hace un año falleció mi abuela. Antes y después de ello, parece que me acostumbré a no caminar más con ellas, con ellos… lo cierto es que todo parece más cuesta arriba cada vez que me atraviesa un recuerdo el corazón. Y, así como si no pareciera, me destruye el alma o me fortalece, no lo sé. Sin embargo, la constante se encuentra en lo profundo de una sóla pregunta que asedia mis pensamientos: ¿cómo seguimos en pie quienes nos quedamos? 

Clara, mi abuela, nació en el año 1932 en España, algunos años antes de que comience la guerra. Tras varias disputas entre sus padres y los de Antonia y Raquel decidieron enviarlas a la tierra de las oportunidades. Era la única forma de poder mantener a salvo a sus familias durante los últimos años de guerra civil en el país del viejo continente. Y, a pesar de su corta edad, fueron enviadas en un barco que transportaba suministros. Claro, el viaje fue poco decoroso para las pequeñas niñas. Pero aún mantenían la esperanza de que aquí las esperaría alguien que brinde seguridad y, ella, estuvo garantizada gracias al matrimonio entre Antonia y Alessandro, un italiano que se había asentado hace unos años en la Argentina y había formado parte de las brigadas internacionales. 

Cuando mi abuela me contó esta historia me costó creer que un italiano fuese antifascista durante ese tiempo, pero más adelante supe que el gobierno de Mussolini no contaba con la aceptación del cien por cien de la población, aún quedaban algunos grupos de origen socialista -entre otros- que participaron a favor de la República española. 

Al momento de hablar con Raquel yo ya sabía de su historia con mi abuela pero ella no tenía idea de que yo era su nieta, y fue por esas casualidades de la existencia que terminamos siendo vecinas, acá, en Banfield.

La taquicardia continúa. Respiro con cierta mejora pero sigue pareciendo que cambiaron los aires y, ahora, son más dóciles, más buenos, más amenos… al menos con mi memoria, que se deteriora cada vez que consumo videos de un minuto. 

“La paz es un concepto frágil”, me decía mi abuela, así como me lo dijo Raquel. Empero, la frase continuaba con: “Todo lo que una vez fue, volverá a ser. Lo malo y lo bueno. Lo justo y lo injusto. Por eso, querida, cuídate mucho. Abraza a tus amistades lo más que puedas… no lamentes en soledad lo que pudo haber sido. El desamparo puede sentirse incluso estando acompañada pero cuando realmente nos quedamos solas es cuando nos damos cuenta de que… el círculo cierra. La paz es un concepto frágil”.

Salí al patio a fumarme un pucho, ya sin taquicardia de por medio, y pensé que debería ir al médico, que debería… y, no obstante, ahí estaba… otra vez sonriendo mientras miraba el limonero que plantó mi abuela Clara, lleno de frutas nobles y un poco temerosa de lo que pueda suceder en el futuro. En todo caso, todo lo demás tampoco había sido mucho más luminiscente para mí; tantas contradicciones me confundían, mas lo único en lo que puedo pensar es en, ¿cómo seguimos en pie quienes nos quedamos?


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